A día de hoy, Hipócrates.

Pretendemos aunar experiencias de diversos orígenes para fomentar la parte olvidada de la medicina occidental: la cabecera del paciente

domingo, 29 de noviembre de 2009

En tiempos de mariposas

La pobre mariposa no se había enterado de lo que pasaba. Alguna mirada indiscreta le insinuaba que algo no marchaba bien. De vez en cuando incluso tenía la sensación de que había un franco comentario. Pero no sabía a ciencia cierta lo que pasaba.

Todo comenzó aquella mañana. Sus padres siempre le habían recomendado que no saliera en días como aquel. Llovía, llovía, eternamente llovía. Los días se hacían tan largos, tediosos. No sabía que inventar. Había jugado al corro de la mariposa en la ensalada; se había disfrazado con los polvos de su madre (aunque lo tenía prohibido); no sabía por qué pelearse con sus hermanas: se había dejado las antenas en ello. Y llovía. Hasta en la televisión no emitían más que programas aburridos sobre antebol. ¡Menudo rollo!
Sus primas, las mariposas nocturnas, le habían propuesto ir a comer lana. Sabían de un sitio maravilloso en el cual podían roer hasta reventar. Pero se acordaba de la última vez que dio semejante paso. Se caía de sueño. Las alas eran incapaces de alzar el vuelo y la tripa le dolía...La lana no sabía como el néctar de las flores. Y todo...estaba tan oscuro. Olía mal. A...naftalina? También peligroso.

Pensó dormir una siesta. El tiempo invitaba a ello. Vuelta y vuelta... Vuelta y vuelta. Y revuelta. Y más vueltas. La almohada en el suelo. Las alas arrugadas. Las antenas necesitaban un peinestirón.

Subió a buscar a alguien para entablar conversación. La madre estaba planchando. Los padres de las mariposas nunca están en casa, por eso no se conocen a los mariposos. Varias de sus hermanas habían desaparecido. Les explicaban que la eternidad era sinónimo de efímero. Como las plantas del desierto, que duran un día. ¿Qué pasaría con ella? Manella no estaba, no tenía con quien jugar.

Los cristales de las ventanas estaban muy fríos, francamente fríos. Las alas apenas se podían batir. Llovía. Llovía. Llovía. Los ojos se le cerraron, arrullados por el repiqueteo de las gotas sobre el tejado, sobre el vidrio, en el patio.

No tenía conciencia de cuanto tiempo había permanecido así. Estaba aterida. Metió las antenas debajo de las alas, para procurarse un poco de calor. Un rayo de sol pareció colarse por la ventana de la cocina. Tenía tanto frío que no podía desplazarse. El par de metros de distancia de la sala al fogón parecían infinitos. Un, dos, tres, batir. Un dos, tres, batir. Un, dos, por fin.

Salió. De la casa, de la cocina, del aburrimiento. Fuera hacía más frío, pero la novedad y el ejercicio le impedían notarlo. Brr...Batir, batir. El rayo de sol estaba lejos. ¿Cómo?¿Otra nube? Menuda impertinencia. Si uno desea sol, ¿por qué no hay sol? Si suspira sombra en pleno agosto, ¿por qué no aparece? “En realidad- pensó la mariposa- las cosas más importantes ocurren dentro de nuestra mente”.
Pero la nube estaba allí. E hizo lo que hacen las nubes, que para eso están. Claro, es su trabajo y destino: llover. Y lo que llovió no fue demasiado porque era una nube chiquitita. Y se inició la desgracia de nuestra protagonista.

Por si no lo sabéis, las mariposas no vuelan porque vuelan. No son como los pájaros, con poderosos músculos y grandiosas plumas. Ni como los aviones, con motores rugientes que espantan a las lamparillas (pequeños insectos alados de resplandecientes colores). No. Las mariposas vuelan porque tienen un polvo mágico llamado polvis. Polvos que producen cuando están larvadas, durmiendo, transformándose. Son las limaduras de los sueños. Algunos son de brillantes tonos, pero también los hay apagados, mates, en blanco y negro. Hay pardos para las polillas, que son así para que nadie las vea en la oscuridad. Proceden de las pesadillas. Y turquesas, verdes, rojos, azules. Cada uno del tono en el que sueñes e incluso en technicolor.

Nuestra mariposa perdió la color. La lluvia arrastró todas y cada una de las motas que llevaba. Esa nube, esa pequeña nube no sabía cuanta tristeza acarreaba. Pero la mariposa, en principio, no se percató. Estaba algo más lánguida.

Pero continuaba con todas sus actividades normales, claro, de mariposa. Revolotear por las mañanas, hablar con las abejas sobre néctares y pólenes. Posarse en las flores más brillantes. Juguetear en el hocico del perro dormido, ese viejo de mal humor.

Además las mariposas no saben mirarse al espejo. Las antenas no saben mirar, escuchan músicas en frecuencias inaudibles, las que salen del corazón. Los ojos de las mariposas son increíbles: miran en caleidoscopio. Por eso no distinguen el color del cristal en que se miran. A veces ven mal. O torcido. O con rayas por medio. Pero siempre muy bonito. Excepto para nuestra mariposa que, a pesar de intentar realizar la vida con normalidad, con alegría, con virtuosismo, con espontaneidad, languidecía en si misma.


Tuvo suerte. Oyó el comentario de alguien que la quería: Sus alas no eran de color. El polvo se había lavado. ¿Qué cómo son las alas de una mariposa sin color? Tristes, entre traslúcidas y opacas. Ningún niño las miraría.
Pero no hay mal que por bien no venga (esto quiere decir que de todo aprende uno, aunque no quiera). Sabía lo que le ocurría. Tendría que buscar una solución. Lo malo era ¿cómo volar a buscar soluciones si no podía volar? Sin polvo. Aquí no valían los polvos prestados. Ni el de su madre. Ni el que se cayó de viejo. Ni el que se barre con la escoba (ni siquiera para las polillas). Había que buscar el de la imaginación y los sueños.

Y comenzó su andadura. Se montó en la cesta de la compra de la señora de la casa. Llegó al mercado y allí vio una mercería, llena de cintas de colores. Todos los colores, como habían sido sus alas. Pero la mercera no quiso regalarle un par de centímetros de cada rollo para adornarla. No tenía dinero.

En la misma cesta -apestosa de pescado- se dirigió a la peluquería .Los tintes modernos pasan por todos los tonos: rubio, rubio ceniza, anaranjado, castaño, caoba. Azules, lilas y plateados, el último grito. Pero la señora peluquera estaba tan atareada, había tanta cola, que no había turno para nuestra mariposa.
Otro día partieron para el médico. Nuestra amiga estaba segura que allí encontraría la compostura. Algún remedio, pastilla, jarabe o loción. Pero también se equivocaba. No había solicitado cita y el señor doctor estaba tan ocupado.

Pero no perdía la esperanza a pesar de estar cada día más débil. Efímero. Eterno. Sinónimos que parecen antónimos. En este caso se dirigió a una bordadora. De nuevo están de moda los adornos clásicos. Ahora se hacen con máquinas. Bordan lo que quieras, en miles de colores, con el trazado que se disponga. Pero la bordadora tenía un montón, un verdadero montón de encargos, así como cien manteles, y no tenía tiempo para ella.

Ella pensó:” ¿Qué hago ahora? ¿Dónde voy?” Le vino la idea. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Al parque. Ahora, en primavera había muchos pintores, todos trabajando. Retratos de esta, de aquella. Unos con carboncillo-demasiado negro-, otros con pastel-demasiado difuminado-, otros con óleos-estupendo, así jamás se le irían los colores-. Pero no tenía razón. El corrillo de transeúntes curiosos impedían acercarse. El pintor miraba, cogía el pincel midiendo las distancias, y lo aplicaba al punto exacto aportando tonalidades indebidas. Claro está, indebidas para los ojos de una mariposa, que ven en caleidoscopio. Tampoco tenía tres segundos para disponer de unos cuantos puntos de color sobre las alas de nuestra mariposa. Si ella se conformaba con los tres colores básicos: azul, rojo y amarillo. (Pensaba que con esos tres y el tiempo recobraría, al agitarlos, su viveza previa).

Aquella había sido su última oportunidad. Languidecía. Se arrastraba por el césped pisoteado del parque con miedo de que alguien la aplastase. No sabía que era peor si con botas o tacones.

Y le entró el pánico. Había oído tantas historias de niños gritones, de los cazamariposas que las clavaban en corchos sin ningún miramiento. Estos niños, y algunos mayores, buscaban las más novedosas, las distintas, las diferentes. ¿Quién no iba a querer una mariposa sin color? Había un ejemplar de esos en la cercanía. Oyó: “Mamá, mamá, mira que raro, una mariposa sin la color”. Porque habréis de saber que no es el color, sino la color. Femenino singular. Materia.

El niño se acercó cautelosamente. Como sin darse cuenta. La mariposa temblaba. No le quedaba otra. Sin fuerzas. Exhausta. Sin polvo para volar. Se hizo la muerta. A lo mejor así perdía interés en ella y se largaba.
No sabía que era un niño artista. Por eso había podido oir su voz, en la frecuencia adecuada. La recogió con sumo cuidado, la depositó en la palma de su mano y la observó cuidadosamente. “Parece normal, pero no lo es”- le oyó comentar nuestra amiga- “No tiene polvo. Las alas son medio sucias, medio transparentes, medio opacas”. La mariposa temblaba ante la perspectiva de un banderillazo. Podía ser lo mejor. El descanso eterno. La juventud conservada. La inmortalidad en bandeja de cristal.
Pero el niño, no sabemos su nombre, sacó las tizas de colores que había llevado al parque. Su aspecto era reconcentrado en ese momento, frágil, soñador. Con cautela revistió las alas de polvis rosa que había triturado cuidadosamente entre los dedos. Procuraba no hacerle daño, pero era inevitable. La mariposa no daba crédito a lo que le sucedía.

Tras el rosa, que aligeró con un suave batir de alas, le dispuso verde brillante por encima: calor y esperanza. Por último un par de pinceladas azulonas y amarillas, como un toque real. La mariposa se agitaba, feliz.
Lista para alzar el vuelo.

1 comentario:

MJ dijo...

Tiene que ver con lo que decía mi madre:"Hay que poner el sello en lo que haces, sea pequeño o grande". Y tiene que ver con nuestra vocación, con el tiempo, con dejar a las mariposas listas para alzar el vuelo, nuestros pacientes, que para eso acuden a nosotros.
Sin olvidar ese pequeño esfuerzo q supone una sonrisa, una gracia o el acordarnos de SU historia personal.